Carl Sprague, Grand Budapest Hotel Observatory. (montaje)

 

 

Texto por Rafael Barriga

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Número de palabras: 951, tiempo de lectura: 6 minutos.

 

Como toda película de Wes Anderson (y para quienes no hayan visto otras películas de este director norteamericano, les puedo recomendar “La vida acuática con Steve Zissou”, “Los magníficos Tenembaum” o la película animada “El magnífico señor Zorro”), como en todas estas películas son dos son las constantes en su cine: una es temática: uno o varios personajes están siempre en busca de una figura paterna. Es esa figura paterna, que está presente en mayor o menor medida, la que hace y deshace las hechuras de la narrativa. Y hay otra constante en ese cine, que quizás, por encontrarnos hoy en este foro, es de la que quisiera hablar: la atención meticulosa al espacio físico, a los modelos, a los mapas, a los planos. Hay una motivación de contar historias dentro de un entorno perfectamente calculado. Wes Anderson es un cineasta interesado en todo lo arquitectónico.

 

Hay una relación, entre el gran tema de Anderson –la necesidad de algún personaje, en cualquiera de sus películas, de tener una “figura paterna”– y el ambiente arquitectónico que circunda en su cine. Ambas, ya lo sabemos, son necesidades primordiales de los seres humanos. Sentirse amado. Sentirse protegido. Sentirse cobijado a través de las emociones. Y también, al mismo tiempo, sentirse cómodo dentro de un entorno. El amor y la arquitectura. Necesidades imperiosas de cada hombre, mujer y niño. Cada una las películas de Wes Anderson hace una conexión, desde mi punto de vista muy adecuada, entre emoción y entorno.

 

La historia de El Gran Hotel Budapest es una matrioska narrativa. Es una historia, bajo otra historia, bajo otra historia. En un tiempo contado en otro tiempo. Es una historia de un escritor en la década de los ochenta, que cuenta una historia de la década de los treinta que le fue narrada en los sesentas. De la misma manera, es un ensayo, una cortísima historia del tiempo arquitectónico del edificio que protagoniza la cinta. Vemos al Hotel, que ya hacia los treinta ha dejado de ser grandioso. La mayoría de su clientela se compone de viudas veteranas. Pero lo vemos también décadas más tarde, con un maquillaje, primero fascista y luego comunista. El Art Nouveau ha sido suplantado por el modernismo del bloque de Europa del Este, y en esa suplantación corre la historia del mundo, y la historia de la política, la nostalgia, la obsolescencia, la inconsecuencia y la negligencia de la arquitectura. Y en el mismo plano, la saga de amor, locura y muerte de los personajes del film. Cine y arquitectura van de la mano.

 

En “El Gran Hotel Budapest” la locación es, en realidad, en los exteriores, una maqueta de tres metros, construida según los ejemplos de los grandes hoteles de descanso que en Europa eran populares en la primera mitad del siglo pasado. Aquí hay, naturalmente y como todo en el cine de ficción, un simulacro. Un simulacro de arquitectura.

 

Los interiores son, en realidad, los espacios de una antigua tienda de departamentos, construida en 1913 en un pequeño pueblo del Este de Alemania. Pero no es, necesariamente, la locación la que convierte a Anderson en este “cineasta – arquitecto”. No son las locaciones, o la decoración. Es, de una forma orgánica, la forma en cómo la cámara se mueve alrededor de ese entorno. De cómo se cuenta la historia dentro de ese entrono.

 

El espacio cinematográfico está lleno de acercamientos o zooms, de movimientos de cámara y de tiros de cámara largos que son elaboradamente coreográficos. Estas no son solo demostraciones de gran virtuosismo, pero sobre todo son muestras de la necesidad de mostrar la continuidad del entorno, del espacio, de la arquitectura. Él muestra con su cámara el espacio arquitectónico. Él muestra con su cámara cómo los personajes interactúan con ese espacio, y cómo ese espacio es relevante a la narrativa. Hay una prolongación del detalle. La lógica espacial en “El Gran Hotel Budapest” es permanente. Hay una secuencia definida, un orden, una planificación, un cálculo en cada plano de la película.

 

La arquitectura de Anderson no está diseñada para la vida real, no está diseñada para la experiencia humana. Está diseñada para la cámara y para la narrativa. Y eso es lo que hacen los cineastas que tienen control sobre la arquitectura y control sobre su propio cine. Usan la arquitectura de formas que un arquitecto nunca las usaría, porque, básicamente, el cine es mentira y la arquitectura es verdad. El cine es ficción. Y la arquitectura es constatable.  De modo que los espacios arquitectónicos son usados no para facilitar la vida de los personajes, sino para acentuar los hechos que registran las narrativas. La arquitectura sirve, en el cine, de la misma forma de cómo sirve, por ejemplo la música: para acentuar los momentos de la historia. Sirve como sirve el montaje, para crear un ritmo, una funcionalidad.

 

El Gran Hotel, aunque decorado con tonos pastel, parece siempre grande e impenetrable, como las montañas que lo rodean. El lugar es uno de ensueño, o quizás de fábula, o quizás de pesadilla. Eso depende del momento dramático. Es el mundo de Monsieur Gustave, el conserje del hotel. Para él, el Gran Hotel es su vida. Y cómo el hotel, el alma de Gustave está compuesta por suaves tonos melancólicos en el fondo, aunque por fuera parezca impenetrable y cruel. Gustave, como el edificio que adora, vive en la nostalgia. Vive en la recordación de los tiempos que fueron mejores. ¿Ve en Mustafá su probable sucesor? Quizás él lo cree así porque el Gran Hotel es el único lugar que conoce a fondo Zero Mustafá. Otra vez: lugar y sentimiento están enraizados. El sentimiento por un lugar. La imposibilidad de vivir, si no es en un lugar específico.

 

 

* Las opiniones vertidas en las entradas de esta bitácora son de exclusiva responsabilidad de sus autores y no representan, necesariamente, el sentir del Colegio de Arquitectos de Pichincha.